por Sergio Sarmiento
Sergio Sarmiento es articulista de Reforma y comentarista de TV Azteca.
Uno de los partidos políticos de nuestro país está utilizando recursos públicos, y tiempos arrebatados a los medios de comunicación, para difundir un anuncio contra la “privatización” de Pemex en el que afirma que la venta de Teléfonos de México no significó una baja en los precios.
Todo este anuncio es, por supuesto, una gran mentira. La falsedad empieza con la afirmación de que el gobierno de la república está tratando de privatizar Pemex. La iniciativa del presidente Felipe Calderón, sin embargo, no plantea ninguna privatización, por lo menos no en el sentido que siempre ha tenido esta palabra, la cual significa vender una empresa o propiedad pública a un empresario privado. Ni un solo tornillo de Pemex sería vendido si se aprueba la reforma. El presidente propone solamente abrir algunas áreas de trabajo a la inversión privada, que es algo completamente distinto.
Mentira también es decir que la privatización —esa sí privatización, la venta de una empresa pública a una empresa privada— de Teléfonos de México no significó una reducción en precios o un beneficio a los consumidores mexicanos. Es posible que los precios de los servicios de telefonía se hayan mantenido congelados a lo largo de los años; pero en términos reales, una vez descontada la inflación, ha habido una disminución muy importante.
Tan solo entre 2001 y 2007 la baja en el costo real del servicio medido fue de 15 por ciento. La larga distancia nacional se redujo 19 por ciento y la internacional 39 por ciento. El precio del servicio de internet de alta velocidad cayó 74 por ciento y el de instalación de líneas comerciales 67 por ciento. Si en lugar de tomar las cifras de 2001 nos remontáramos a 1991, la fecha de la privatización de Telmex, las bajas serían mayores todavía.
Pero no sólo no han bajado las tarifas, sino que también han mejorado los servicios y de manera espectacular. Cuando Telmex era una compañía del Estado parecía estar en el negocio de negar el servicio telefónico. Si uno no era influyente, tenía que esperar años a que se le instalara una línea. Buscar a técnicos en las calles y cohecharlos para reparar líneas era una actividad normal.
Hoy Telmex ha regresado al negocio de ofrecer servicios de telefonía y además aporta otros, como el de internet. ¿Podría haber sido más acentuada la caída en los precios y la mejora en el servicio? Es posible, si los reguladores hubieran aplicado mejores reglas desde el principio. Pero decir en un anuncio que los precios de la telefonía no han bajado o que los consumidores no nos hemos beneficiado de la privatización de Telmex es una enorme mentira.
El problema es que, en los términos de la Ley Electoral aprobada el 2007 y cuya constitucionalidad está hoy considerando la Suprema Corte de Justicia de la Nación, nadie puede contratar tiempos de medios para contradecir las mentiras de este partido político o de cualquier otro.
El IFE (Instituto Federal Electoral), convertido en organismo censor, ha multado recientemente a un partido por decir en un anuncio que la toma de las tribunas del Congreso por los partidos del Frente Amplio Progresista era un acto violento. La afirmación podrá debatirse, pero sin duda tiene mucho de verdad, por lo menos cuando se le contrasta con las abiertas mentiras del otro anuncio, cuya legalidad nadie cuestiona.
Lo peor del asunto es que hemos creado un sistema en que los partidos pueden decir mentiras pero no cuestionar a otros partidos políticos. La reforma electoral ha sido por ello un enorme paso hacia atrás para nuestro país. No sólo viola la libertad de expresión, al impedir que se expresen califiquen o cuestionen las acciones de los partidos, sino que permite la divulgación de mentiras sin que se permita a nadie desmentirlas.
Irlanda y el significado de la democracia
Por Alfredo Toro Hardy
Para Rousseau la democracia debía ser tan directa como posible. Para Locke y los liberales ingleses del siglo XVIII que lo sucedieron en el tiempo, el mayor riesgo a la democracia venía dado por la "tiranía de la mayoría". Sobre estas dos visiones contrapuestas se asienta el punto de partida del debate entre la democracia directa y la representativa. La primera de ellas encuentra su legitimidad histórica no sólo en el Agora ateniense, expresión primigenia de democracia, sino también en el sello de aprobación brindado por la más antigua y respetada democracia del planeta: la suiza. La democracia representativa, siempre protectora del saber "ilustrado" de los pocos, encontró sin embargo una popularidad muy superior.
La democracia representativa se corresponde bien a aquella célebre frase de Rómulo Betancourt: "El pueblo en abstracto es una entelequia que usan y abusan los demagogos... En las modernas sociedades organizadas el pueblo son los partidos políticos, los sindicatos, los sectores económicos organizados, los gremios" (citado por Ramón J. Velásquez, Venezuela Moderna, 1979). En otras palabras, la acción de intermediación a la voluntad popular es lo serio, de la misma manera en que todo intento de aproximación directa a esa voluntad es expresión de demagogia.
Fue sobre la base de la premisa anterior que varios gobiernos europeos ignoraron la voluntad de sus poblaciones, expresada masivamente en manifestaciones populares y mayoritariamente en las encuestas, para lanzarse a la invasión de Irak. Este desoír al pueblo fue identificado como señal de responsabilidad, en tanto que cualquier intento por escuchar al sentimiento popular fue presentado como simple populismo.
Algunos años más tarde la Unión Europea lanzó con bombos y platillos un flamante proyecto de Constitución, destinado a ser aprobado por vía de consulta directa por las poblaciones de los países miembros. Luego del rechazo a esa Constitución por vía de sendos referenda en Holanda y Francia, los "intermediadores" se lo pensaron mejor. La respuesta "responsable" consistió en empaquetar el contenido del proyecto constitucional en un Tratado de difícil comprensión para el ciudadano común. Se trató del Tratado de Lisboa, aprobado por los gobiernos de los estados miembros de la Unión en octubre de 2007. La razón de este cambio respondía a un hecho simple: para hacer válido un Tratado a nivel nacional basta con la simple aprobación del Parlamento.
Los irlandeses, sin embargo, se encargaron de sembrar el desorden. En lugar de aprobar el Tratado de Lisboa en el círculo cerrado de su Parlamento, como se esperaba que hicieran todos, tuvieron la peregrina idea de convocar a un referéndum para ello. Era volver al punto cero, colocaba la sustancia del proyecto en contacto directo con el pueblo. Y nuevamente el pueblo, consultado en su intención, votó que no.
¿Sobre qué bases objetivas puede considerarse que el ciudadano común no sabe lo que es mejor para él? En lugar de darnos tantas clases magistrales de democracia, Europa debería venir a buscar algunas a Venezuela.
El hombre impostado
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
Lo extraordinario del ser humano es que cada uno es único e irrepetible en el cosmos aún teniendo en cuenta los pastosos experimentos con la clonación ya que el aspecto central del hombre no son sus kilos de protoplasma sino su psique que no es susceptible de clonarse puesto que excede lo puramente físico. Como hemos dicho antes, si esto último no fuera así, si estuviéramos determinados por los nexos causales inherentes a la materia, no habría tal cosa como proposiciones verdaderas y falsas, ideas autogeneradas, ni la posibilidad de revisar los propios juicios y el mismo debate sobre el determinismo carecería por completo de sentido puesto que la argumentación presupone el libre albedrío.
Entonces, aquellas condiciones únicas, aquellos talentos, vocaciones y potencialidades que son característica exclusiva de cada uno, deben desarrollarse para ser esa persona especial que cada uno es. En la medida en que el hombre renuncia al cultivo de sus condiciones particulares en dirección a la excelencia para asimilarse a lo que piensan, dicen y hacen otros, está, de hecho abdicando de su condición natural para convertirse en una impostura humana. El hombre masificado es, en definitiva, un aglomerado sin perfil propio, es un conjunto amorfo e indistinguible del grupo.
No puede escribirse sobre este tema sin recordar a Ortega, a Gustave LeBon y, antes que ellos, a los horrores de la masificación señalados por Jerome K. Jerome (The New Utopia de 1891), Yevzeny Zamyatin (We de 1921). También cabe recordar las obras de Orwell, Alduous Huxley, David Reisman (The Lonely Crowd), C.S. Lewis (The Abolition of Man) y, mas contemporáneamente, el trabajo de Taylor Caldwell (The Devil´s Advocate). Todos ellos desde ángulos distintos y explorando diversas avenidas, ponen de manifiesto preocupaciones múltiples de lo que ocurre cuando el hombre se deja deglutir por lo colectivo.
Esta renuncia a ser propiamente humano, esta falsificación de nuestra naturaleza, esta grosera adulteración de la única especie conocida que posee el atributo de ser libre, conduce por lo menos a tres efectos que colocan al hombre en el subsuelo mas sórdido y lastimoso que pueda concebirse. En primer lugar, se pierde a si mismo y, por ende, no saca partida de sus potencialidades en busca del bien y, de este modo, amputa sus posibilidades de crecimiento y realización personal. En segundo término, priva a sus semejantes de disfrutar de aportes y contribuciones que reducen el espacio para la cooperación social recíproca. Y, por último, al fundirse en el conjunto, estos sujetos se embarcan en andariveles que conducen a la búsqueda del común denominador: a lo mas bajo y embrutecedor, a las frases hechas, al acecho de enemigos, a la envidia y el resentimiento para con lo mejor, a la ausencia de razonamientos, a los cánticos agresivos, en suma, a la barbarie que siempre capitalizan los megalómanos sedientos de poder, todo lo cual, de más está decir, constituye un peligro manifiesto para la privacidad de quienes conservan un sentido de autorespeto y dignidad.
En La psicología de las multitudes, LeBon escribe que “en las muchedumbres lo que se acumula no es el talento sino la estupidez” y que el contagio masivo en la multitud hace que “el sentimiento de la responsabilidad que siempre retiene al hombre, desaparece enteramente”. Cuando lo mencionamos a Ortega en esta nota, naturalmente teníamos en mente La rebelión de las masas, pero, a nuestro juicio, los mejores escritos de este filósofo se encuentran recopilados en El hombre y la gente. Allí dice que “Cuando los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es gritan [...] ¿quién es la gente? ¡Ah! la gente es...todos. Pero ¿quién es todos? ¡Ah! nadie determinado. La gente es nadie [...] Hoy se diviniza lo colectivo. Desde hace ciento cincuenta años se han cometido no pocas ligerezas en trono a esta cuestión; se juega frívolamente, confusamente, con las ideas de lo colectivo, lo social, el espíritu nacional, la clase , la raza. Pero en el juego las cañas se han ido volviendo lanzas. Tal vez, la mayor porción de las angustias que hoy pasa la humanidad provienen de él [...] la sociedad, tiende cada vez más a aplastar al individuo, y el día que pase esto habrá matado la gallina de los huevos de oro”.
Desde la más tierna infancia, muchas son las personas que reciben un insistente adoctrinamiento para huir de la idea de ser distinto y se inculca hasta el tuétano la necesidad de parecerse al otro. Se crea así un complejo que aleja las posibilidades de sobresalir y se crea un acostumbramiento a mantenerse a toda costa en la media. Jacques Rueff apuntaba que resulta paradójico que en el mundo subatómico se necesita del microscopio para detectar diferencias mientras que en los hombres éstas se perciben a simple vista y, sin embargo, se los suele tratar como seres indiferenciados.
En gran medida nos encontramos con que hay la obsesión por aparecer “ajustado” a las conductas y pensamientos de los demás, por tanto, a convertirse en un hombre impostado que, a fuerza de imposturas, se transforma en los demás. Esa es a raíz de las crisis existenciales: la pérdida de identidad. Aquél es el nuevo latiguillo que se usa en muchos colegios cuando se les dice a los padres que “su hijo está desajustado”. John Dos Passos -uno de los novelistas estadounidenses mas destacados del siglo veinte- sugiere que se “consulte hoy a cualquier sociólogo sobre el significado de la felicidad en el contexto social y seguramente responderá que significa ser ajustado”. La felicidad ya no sería la plena realización y actualización de las propias potencialidades en busca del bien, sino la uniformidad con los otros y en dejarse arrastrar y devorar por el grupo en caída libre a un bulto inidentificable, antihumano y degradado. El hombre así se convierte en una caricatura grotesca, como decimos, en una lamentable impostura.
Wilhelm von Humbolt, a quien John Stuart Mill describe como un personaje “eminente” en su célebre On Liberty y Madame de Staël lo consideró “la más grande capacidad de Europa”, escribió en The Limits of State Action que “la razón no puede querer ninguna otra condición que aquélla por la que el individuo disfruta de la más absoluta libertad para desarrollarse por sus propias energías para la perfección de su individualidad”. La mejor receta para lograr el propósito individual de progreso y renovada energía consiste en contar siempre con nuevos proyectos nobles y desafiantes en un clima de libertad, lo cual apunta Víktor Frankl en un pensamiento que resume magníficamente aquella fórmula: “never let the is catch up with the oughts”.
Calumniar: herencia maldita del 2006
Ricardo Medina Macías
Uno de los saldos más abominables que dejó la fracasada y tramposa campaña electoral de Andrés López en el 2006 fue la consagración del hábito, en el ambiente político, de calumniar con singular denuedo y quedarse tan campantes.
En su muy divertida novela sin ficción "La gota de agua" (1983) Vicente Leñero narra sus peripecias como pasante de ingeniería encargado de la remodelación de unos baños en la Ciudad Universitaria. Enamorado y distraído, el joven Leñero confundió el número de identificación de unos urinarios al seleccionar los muebles en un catálogo y eligió muebles 15 centímetros más altos de lo aconsejable. Una vez instalados los mingitorios, Leñero recibió el reporte del ayudante del plomero respecto de los flamantes urinarios:
"-Funcionan muy bien, ingeniero. Su alimentación perfecta, su descarga normal: todo funciona. Pero hay un problema.
"El ayudante de Saúl Mercado tenía la maldita manía de impacientarme. A veces se comportaba como un lerdo, era lento en sus reflejos; medio tarolas, la verdad.
"Dejó de rascarse la cabeza. Dijo:
-No alcanzo.
-Qué cosa.
-Estuvieron mal nuestras medidas, ingeniero; no alcanzo.
-No alcanzas a qué.
-A miar, ingeniero."
Ayer, el diputado Cuauhtémoc Velasco – quien había declarado alegremente que la Secretaría de Hacienda planeaba sobornar a un número indeterminado de legisladores nada menos que con $2.5 millones de dólares por cabeza, para propiciar las reformas a Pemex- hizo un último intento para darle una pizca de verosimilitud a su calumnia y contó el típico cuento de que un cuate le dijo que otro cuate le había dicho que había oído que…, y concluyó: ""supuse que mi credibilidad daba para que yo hiciera este señalamiento".
Pues no, su credibilidad (¿cuál?) no dio, no le alcanzó, así como la estatura del ayudante de plomero no le dio para descargar su vejiga en unos urinarios que un incompetente pasante de ingeniero, Leñero, había elegido mal.
Señor discípulo de López: no es que su credibilidad – por lo demás inexistente- no alcance, lo que ya se agotó fue la credulidad. Dos o más años de mentiras impunes ya hicieron escépticos hasta a los más crédulos e ignorantes. Ojalá el episodio protagonizado por este mendaz legislador signifique el ocaso de ese abominable recurso a la calumnia cuando la inteligencia no levanta ni un palmo del suelo.
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